La muchacha rubia se detuvo unos instantes,
indecisa, frente a la puerta entornada, pero se decidió por fin a entrar. No
dejó de extrañarle el total abandono del jardín, donde apenas se podía caminar
por la maleza que todo lo invadía, hasta el sendero que llevaba hacia la casa,
que se veía al fondo entre los altos árboles. Las plantas crecían
desordenadamente: sin duda hacía tiempo que no habían sido podadas. El sol de
las cuatro de la tarde era abrasador, deslumbrante, y la muchacha tenía que
colocarse las manos a modo de visera para poder caminar. Un pájaro que voló a
su paso la hizo sobresaltarse, y el suéter negro se quedó prendido entre las
ramas espinosas de un rosal de Castilla. Lo desprendió con todo cuidado para no
romperlo y resolvió llevarlo sobre el brazo. Se sentía nerviosa por haber
penetrado en esa finca de una manera tan incorrecta; pero no había resistido la
tentación de conocer la vieja residencia que ella siempre veía cerrada y
probablemente sola, cuando pasaba en su diaria caminata hacia el correo de San
Jerónimo. Esa, si se la podía llamar pequeña aventura, era instantes la
monotonía de su existencia, reducida a oír las eternas lamentaciones de su
madre. En eso pensaba la muchacha rubia cuando llegó hasta la orilla de una alberca,
que las plantas y los árboles ocultaban. Una mujer vestida también de negro se
encontraba sentada en una banca bajo la sombra de un álamo. Al descubrirla, la
muchacha pensó regresarse; pero la mujer ya se había percatado de su presencia,
a causa de la ruidosa hojarasca.
—Perdone usted, señora, que haya entrado así, pero
no resistí la curiosidad de conocer esta finca, que siempre, me ha intrigado
por su soledad.
—Desde hace; años está abandonada, yo soy la única
que viene de vez en cuando pero, no se vaya, quédese un momento a platicar; por
favor, siéntese usted.
La joven titubeó y quiso inventar alguna disculpa:
"sería bastante descortés no aceptar, después de haber entrado
así..." Y se sentó en el extremo de la banca.
—Me llamo Griselda —dijo por toda presentación; la mujer
que usaba unas gruesas gafas oscuras.
—Yo, Martha —correspondió la muchacha, y comenzó a
observarla de reojo. Debía tener cincuenta; años o más. El cabello canoso
conservaba aún algunos mechones negros. No usaba maquillaje y las gafas
impedían apreciar bien sus facciones. Sin embargo, se podía advertir que aún
era una mujer guapa, una mujer que debió ser muy hermosa.
—Uno siempre vuelve al sitio de sus recuerdos —dijo
Griselda, como si tratara de explicar su presencia en aquella finca abandonada.
—Es verdad —contestó Martha—. Nosotros, es decir mi
madre, se empeña en buscar los recuerdos de papá. Él murió hace poco tiempo.
—Cuánto lo lamento.
—Mi madre está inconsolable y quiso que nos
viniéramos una temporada aquí, en donde pasábamos siempre las vacaciones y que
a papá tanto le gustaba. Pero, más que otra cosa, yo sé que mamá quiere estar
lejos de la ciudad y de todos. Usted sabe, yo a veces temo que ella...
—Sí, es duro y muy difícil resignarse a esas
pérdidas, yo lo sé.
—Yo también he sentido mucho a papá, pero… yo tengo
esperanzas, proyectos, planes, en cambio, ella...
—Se termina todo para siempre, no queda nada ni
nadie. Yo también perdí a mi marido.
Martha no supo de pronto qué decirle, conmovida por
aquel tono de voz estremecido, y la desolación total que las palabras
revelaban. Recordó la noche cuando su prima telefoneó para avisarle que Ricardo
había muerto en Nueva York. Todo se había detenido en aquel instante, como si
el tiempo y la vida misma se pararan de golpe. Se había quedado anonadada, sin
saber qué hacer, qué pensar... Reparó entonces en el largo silencio en que
había caído y trató de disculparse:
—Mi primer novio murió, murió repentinamente. Nos
conocíamos desde niños y fue un golpe terrible.
—También él murió cuando yo menos lo hubiera creído.
Era aún bastante joven, y nos queríamos de una manera tan...
— ¿Fue hace mucho tiempo?
Griselda no la oyó. Se había quedado ensimismada.
—Le voy a mostrar su retrato —dijo de pronto, como
si volviera de muy lejos, y se quitó con manos temblorosas un medallón.
Al abrirlo, Martha encontró dos miniaturas
notablemente logradas. El retrato de .un hombre y el de Griselda. Los dos eran
jóvenes y hermosos; sobre todo ella con enormes ojos de un extraño color, azul,
gris, verde. Un color increíble de humo verde azul. El cabello oscuro le caía
sobre los hombros enmarcando un óvalo perfecto, y los extraordinarios ojos que
Martha no podía dejar de admirar.
—Una bella pareja, y las copias muy fieles —y sintió
que algo, por dentro, le dolía al contemplar a la mujer de ahora.
—Él fue muy guapo. Tanto, que las mujeres se volvían
en la calle para mirarlo.
—Y usted también, señora, y qué ojos más increíbles
los suyos, con un color como no he visto otros —dijo Martha al regresarle el
medallón.
—A él también le encantaban.
— ¿Fue hace mucho tiempo? —y al terminar la pregunta
Martha reparó que era la segunda vez que la hacía.
—Sí, hace años. Estábamos aquí en esta finca, a
donde veníamos a pasar el verano. Entonces había muy pocas residencias y no
existía carretera; se sentía uno en pleno campo, lejos de la ciudad.
—Así me siento yo ahora, desconectada por completo
de mis amigos y de mis actividades; en un aislamiento que me deprime
terriblemente.
—Yo fui muy dichosa en este lugar, nunca lo
olvidaré...
—En cambio para mí ha sido una verdadera tortura,
sin tener qué hacer ni adonde ir; oyendo todo el día las constantes
lamentaciones de mamá, o mirándola llorar sin consuelo. Hay veces que no
soporto más, y me desespera no poder hacer nada, nada... Por eso salgo por las
tardes, aprovechando que ella duerme un poco después de comer y son las únicas
horas en que descansa, porque pasa toda la noche en vela, recorriendo la casa
entre sollozos. Cuando salgo voy al correo a dejar las cartas que le escribo a
mi novio que está en Mérida.
— ¡Pobrecita!, es muy pesado a su edad pasar por
estas situaciones. Cuando se es viejo, uno vive ya sólo de sus recuerdos, los
persigue queriendo recuperarlos, como si fueran los pedazos de un objeto roto
que se quisiera reconstruir.
Martha la escuchaba hablar y pensaba en la
injusticia que su madre cometía con ella, al condenarla a ese aislamiento
absurdo. Ya tenía bastante con haber perdido a su padre; y miraba el estanque
invadido de lirios acuáticos.
—Por eso mismo no me he hecho el ánimo de vender
esta finca. Aquí lo vi por última vez, aquí quedaron tantas cosas.
—Mi padre murió en México, pero mamá dice que en
este lugar tiene muy bellos recuerdos y, además, como no quiere ver a nadie...
—Mi único deseo sería quedarme aquí. Sin embargo...
—¿Nunca más ha vuelto a vivir en este lugar?
—Nunca más. Sólo en tardes como ésta en que me
escapo sin avisarle a nadie.
—Deben haber sido muy duros todos estos años.
—No se puede usted imaginar cuánto —dijo la mujer
con voz entrecortada—. Cuando lo vi muerto pensé que ya no sería posible sufrir
más; después...
—¿Y no hay posibilidad de olvidar, que con el tiempo
la memoria sea menos persistente y aminore la intensidad del dolor?
—No, eso sería lo más terrible de todo, lo
inadmisible. Esta búsqueda continua de recuerdos, de pequeñas cosas como un
olor, un sonido, o una palabra, que reconstruyan dentro de uno lo que se ha
ido, es lo único que nos queda, lo único que sostiene y ayuda a seguir
viviendo.
—Así piensa también mamá.
—Siempre que vuelvo aquí regreso deshecha, casi
muerta. Es por eso que no me dejan venir. Cada vez revivo todo lo que pasó
aquella tarde, escucho sus palabras de despedida, lo veo partir.
—¿Se fue lejos?
—No, a México solamente. Hacía el trayecto a
caballo, era un estupendo jinete. Esa vez..., esa vez yo me pasé la tarde aquí
junto al estanque, bordando, hasta que anocheció. Después me fui a la casa a
disponer la cena para esperarlo. Comenzó a llover. Llovía torrencialmente como
llueve siempre en este lugar, y él no regresaba...
El sol estaba ocultándose; se iba la tarde. Martha
miró el reloj con disimulo. Eran pasadas las seis. Su madre ya debía de haber
despertado de la siesta, y la estaría esperando muy intranquila. Nunca tardaba
tanto, pero ¿cómo irse ahora? No podía interrumpir el relato de la mujer.
—...yo estaba muy inquieta, como nunca lo había
estado antes, con una extraña nerviosidad, como si presintiera algo. Dieron las
diez, las once, habíamos recalentado la cena varias veces. Él no llegaba y
seguía lloviendo, lloviendo sin cesar...
El viento refrescó la tarde y traía el perfume de
los jazmines y las madreselvas. El crepúsculo se desmadejaba entre los altos
árboles.
—... los relámpagos surcaban el cielo ennegrecido;
no se oía el galope de su caballo, aquel galope que yo conocía hasta en sueños.
Esperaba impaciente, cada vez más agitada, con un desasosiego que me roía las
entrañas. De pronto entraron los mozos con él, bañado en sangre...
La voz de Griselda se deshizo en sollozos que
estremecían todo su cuerpo. Martha la contemplaba muy perturbada. Hubiera
querido estar ya de regreso en casa con su madre. Hubiera querido no haber
entrado nunca en aquel lugar.
El olor de los jazmines y de las madreselvas
comenzaba a ser demasiado fuerte, tanto que, de tan intenso, se iba tornando
oscuro y siniestro, como la tarde misma y los árboles y el agua ensombrecida
del estanque.
—El caballo se había asustado con un rayo —dijo
Griselda recomponiéndose un poco— y lo estrelló contra un árbol.
—¡Qué terrible! —fue lo único que supo decir Martha.
—Aquella noche decidí arrancarme los ojos... -y se
llevó el pañuelo a boca ahogando un grito.
También Martha había pensado hacer muchas cosas
aquella noche, cuando se enteró que Ricardo había muerto en Nueva York: tirarse
por la ventana, tomar pastillas, aventarse al paso de un tren…
—En esos momentos uno piensa en hacer tantas cosas
absurdas. Es natural.
—...me arranqué los ojos y los arrojé al estanque
para que nadie más los viera —decía Griselda quitándose las gafas y cubriéndose
el rostro con el pañuelo para sollozar sordamente.
Así permaneció minutos o siglos, una eternidad,
mientras el viento movía las hojas de los árboles y era como otro largo sollozo
que la acompañaba.
Martha no deseaba ahora sino huir cuanto antes de
aquella mujer, del trágico jardín ya en sombras y del denso perfume que la
envolvía.
—Debo irme, señora, ya es muy tarde —dijo poniéndose
de pie y tocando suavemente el hombro de Griselda—, mi madre ha de estar
preocupada por mí.
La mujer dejó de llorar y alzó la cara. Martha contempló
entonces un rostro transfigurado por el dolor y dos enormes cuencas vacías;
mientras los ojos de Griselda, cientos, miles de ojos, lirios en el estanque,
la traspasaban con sus inmensas pupilas verdes, azules, grises, y después la
perseguían apareciendo por todos lados como tratando de cercarla, de
abalanzarse sobre ella y devorarla, cuando ella corría desesperada abriéndose
paso entre las sombras vivas de aquel jardín.
Nenhum comentário:
Postar um comentário