sábado, 14 de outubro de 2017

Coema Piranga - Cassiano Ricardo Leite


(...) havia só manhã

uma manhã espessa

com a coroa de plumas

vermelhas à cabeça

só manhã no mundo

 

pois noite não havia

só manhã no mundo

sem nenhuma ideia

de haver noite nem dia (...)



De primeiro no mundo
só havia sol mais nada
noite não havia
havia só manhã
uma manhã espessa
com a coroa de plumas
vermelhas à cabeça
só manhã no mundo
pois noite não havia
só manhã no mundo
sem nenhuma ideia
de haver noite nem dia
era tudo brasil
tudo era madrugada
não havia mais nada
todas as mulheres
eram filhas do sol
na manhã gentil
e os homens cantavam
que nem pássaros nus
pelos galhos das árvores
sem noite sem dia
porque só havia sol
noite não havia
no começo do mundo
tudo era madrugada
tudo era sol mais nada
tudo amanhecia
permanentemente
num contínuo arrebol
sem ara nem pituna
sem noite nem dia
cantava o tié-piranga
num ramo do sol
sen nenhuma ideia
de uma noite haver noite
ou de um dia haver dia
mas dois frutos havia
e num deles morava
a Noite no outro o Dia
mas ninguém sabia
em que galho em que arbusto
é que a Noite estaria
e onde estava o Dia
não havia o medo
de perder a hora
ou contar-se um segredo
só havia sol se rindo
se rindo grande e real
como um ruivo animal
dentro do matagal
de primeiro no mundo
noite não havia
tudo era mesmo dia
de tanto sol que havia
era o tempo imóvel
não havia esta coisa
chamada noite e dia
só havia sol mais nada
noite não havia
só manhã no mundo
noite não havia

Coema Piranga
Cassiano Ricardo Leite


O Tietê


De tarde, quando o sol poucos brilhos expande,

Sozinho, a meditar em tanto não sei quê,

Tomo o rumo da Luz, vou até á Ponte Grande,

A fim de conversar com o meu velho Tietê...

 

A cabeça recosto, e, por cima da grade,

Vejo as aguas em todo o seu largo trajeto;

Então, ele me conta a história da Cidade,

Como um velho guerreiro a distrair o neto...

 

Cofiando lentamente a barba de cem anos,

O bom velho me conta essa história, e também

Fala do tempo de hoje e dos seus desenganos,

Mas não fica zangado e não xinga ninguém.

 

Refere-se ás Monções que ele, soberbamente,

Tantas vezes levou, na faina das conquistas,

Escutando pulsar o coração valente

Daquela geração de valentes paulistas!

 

Tempo em que, num tropel, num bizarro alvoroço

De armas e embarcações, como agora não ha,

Partiu para o sertão, rumo de Matogrosso,

Paschoal Moreira, fundador de Cuiabá.

 

E a Cidade crescia. Ora os pais em que pensam?

Ele vendo-a crescer, dava-lhe mais ternura,

Quando a filha jovial vinha pedir-lhe a bênção;

Mas agora cresceu; nunca mais o procura!

 

E por isso, arrastando o lamento das aguas,

De parcel em parcel, de cachão em cachão,

Vai levando no seio outro rio de mágoas,

Ao qual não sobre doura a espuma da ilusão.

 

Meu ingênuo Tietê! o progresso o apavora!

Por toda a parte vê traves e encanamento,

 E, por isso, a tremer, todo nervoso, implora

Que lhe não vão tapar o azul do firmamento !

 

Que importa a ingratidão da Cidade querida,

Que, de longe, lhe mostra os altivos torreões?

Enquanto ele tiver uma gota de vida

Ha de beijar-lhe os pés, cheio de comoções!

 

Tem saudades também o desditoso Rio!

E então a sua voz é de cortar rochedo,

Quando, quase a chorar, num longo murmúrio,

Começa a recitar Alvares de Azevedo I

 

Muitas vezes aqui, sob a calma divina

De um divino luar, cândido como um véu,

Castro Alves, levantando a cabeça leonina,

Se punha a interpelar as estrelas do céu!

 

Mas agora só escuta uma horrenda algarvia,

No bárbaro vozeio dos bandos invasores.

Oh tempos de Albuquerque! oh pobreza e alegria,

Quando Piratininga era um cabaz de flores!

 

Então, remos ao léu, descia a serenata,

Em macio langor, em macio langor...

E uma voz de mulher, como um jorro de prata,

Espalhava no ambiente um queixume de amor.

 

A' margem da corrente, uma gostosa sombra

Descia dos bambus, arqueados de indolência ;

E dois noivos, ali, na doçura da alfombra,

Abriam a alma em flor, como um vidro de essência.

 

Antes nunca deixasse o veio transparente

Em que um dia nasceu e até hoje bem diz !

Ah corrente fatal! Ah teimosa corrente,

Que o fez grande de mais para ser infeliz!

Os bandeirantes

Batista Cepelos (1906)









terça-feira, 10 de outubro de 2017

Después del almuerzo - Julio Cortázar


Después del almuerzo yo hubiera querido quedarme en mi cuarto leyendo, pero papá y mamá vinieron casi en seguida a decirme que esa tarde tenía que llevarlo de paseo.

Lo primero que contesté fue que no, que lo llevara otro, que por favor me dejaran estudiar en mi cuarto. Iba a decirles otras cosas, explicarles por qué no me gustaba tener que salir con él, pero papá dio un paso adelante y se puso a mirarme en esa forma que no puedo resistir, me clava los ojos y yo siento que se me van entrando cada vez más hondo en la cara, hasta que estoy a punto de gritar y tengo que darme vuelta y contestar que sí, que claro, en seguida. Mamá en esos casos no dice nada y no me mira, pero se queda un poco atrás con las dos manos juntas, y yo le veo el pelo gris que le cae sobre la frente y tengo que darme vuelta y contestar que sí, que claro, en seguida. Entonces se fueron sin decir nada más y yo empecé a vestirme, con el único consuelo de que iba a estrenar unos zapatos amarillos que brillaban y brillaban.

Cuando salí de mi cuarto eran las dos, y tía Encarnación dijo que podía ir a buscarlo a la pieza del fondo, donde siempre le gusta meterse por la tarde. Tía Encarnación debía darse cuenta de que yo estaba desesperado por tener que salir con él, porque me pasó la mano por la cabeza y después se agachó y me dio un beso en la frente. Sentí que me ponía algo en el bolsillo.

-Para que te compres alguna cosa -me dijo al oído-. Y no te olvides de darle un poco, es preferible.

Yo la besé en la mejilla, más contento, y pasé delante de la puerta de la sala donde estaban papá y mamá jugando a las damas. Creo que les dije hasta luego, alguna cosa así, y después saqué el billete de cinco pesos para alisarlo bien y guardarlo en mi cartera donde ya había otro billete de un peso y monedas.

Lo encontré en un rincón del cuarto, lo agarré lo mejor que pude y salimos por el patio hasta la puerta que daba al jardín de adelante. Una o dos veces sentí la tentación de soltarlo, volver adentro y decirles a papá y mamá que él no quería venir conmigo, pero estaba seguro de que acabarían por traerlo y obligarme a ir con él hasta la puerta de calle. Nunca me habían pedido que lo llevara al centro, era injusto que me lo pidieran porque sabían muy bien que la única vez que me habían obligado a pasearlo por la vereda había ocurrido esa cosa horrible con el gato de los Álvarez. Me parecía estar viendo todavía la cara del vigilante hablando con papá en la puerta, y después papá sirviendo dos vasos de caña, y mamá llorando en su cuarto. Era injusto que me lo pidieran.

Por la mañana había llovido y las veredas de Buenos Aires están cada vez más rotas, apenas se puede andar sin meter los pies en algún charco. Yo hacía lo posible para cruzar por las partes más secas y no mojarme los zapatos nuevos, pero en seguida vi que a él le gustaba meterse en el agua, y tuve que tironear con todas mis fuerzas para obligarlo a ir de mi lado. A pesar de eso consiguió acercarse a un sitio donde había una baldosa un poco más hundida que las otras, y cuando me di cuenta ya estaba completamente empapado y tenía hojas secas por todas partes. Tuve que pararme, limpiarlo, y todo el tiempo sentía que los vecinos estaban mirando desde los jardines, sin decir nada pero mirando. No quiero mentir, en realidad no me importaba tanto que nos miraran (que lo miraran a él, y a mí que lo llevaba de paseo); lo peor era estar ahí parado, con un pañuelo que se iba mojando y llenando de manchas de barro y pedazos de hojas secas, teniendo que sujetarlo al mismo tiempo para que no volviera a acercarse al charco. Además yo estoy acostumbrado a andar por las calles con las manos en los bolsillos del pantalón, silbando o mascando chicle, o leyendo las historietas mientras con la parte de abajo de los ojos voy adivinando las baldosas de las veredas que conozco perfectamente desde mi casa hasta el tranvía, de modo que sé cuándo paso delante de la casa de la Tita o cuándo voy a llegar a la esquina de Carabobo. Y ahora no podía hacer nada de eso y el pañuelo me empezaba a mojar el forro del bolsillo y sentía la humedad en la pierna, era como para no creer en tanta mala suerte junta.

A esa hora el tranvía viene bastante vacío, y yo rogaba que pudiéramos sentarnos en el mismo asiento, poniéndolo a él del lado de la ventanilla para que molestara menos. No es que se mueva demasiado, pero a la gente le molesta lo mismo y yo comprendo. Por eso me afligí al subir, porque el tranvía estaba casi lleno y no había ningún asiento doble desocupado. El viaje era demasiado largo para quedarnos en la plataforma, el guarda me hubiera mandado que me sentara y lo pusiera en alguna parte; así que lo hice entrar en seguida y lo llevé hasta un asiento del medio donde una señora ocupaba el lado de la ventanilla. Lo mejor hubiera sido sentarse detrás de él para vigilarlo, pero el tranvía estaba lleno y tuve que seguir adelante y sentarme bastante más lejos. Los pasajeros no se fijaban mucho, a esa hora la gente va haciendo la digestión y está medio dormida con los barquinazos del tranvía. Lo malo fue que el guarda se paró al lado del asiento donde yo lo había instalado, golpeando con una moneda en el fierro de la máquina de los boletos, y yo tuve que darme vuelta y hacerle señas de que viniera a cobrarme a mí, mostrándole la plata para que comprendiera que tenía que darme dos boletos, pero el guarda era uno de esos chinazos que están viendo las cosas y no quieren entender, dale con la moneda golpeando contra la máquina. Me tuve que levantar (y ahora dos o tres pasajeros me miraban) y acercarme al otro asiento. «Dos boletos», le dije. Cortó uno, me miró un momento, y después me alcanzó el boleto y miró para abajo, medio de reojo. «Dos, por favor», repetí, seguro de que todo el tranvía ya estaba enterado. El chinazo cortó el otro boleto y me lo dio, iba a decirme algo pero yo le alcancé la plata y me volví en dos trancos a mi asiento, sin mirar para atrás. Lo peor era que a cada momento tenía que darme vuelta para ver si seguía quieto en el asiento de atrás, y con eso iba llamando la atención de algunos pasajeros. Primero decidí que sólo me daría vuelta al pasar cada esquina, pero las cuadras me parecían terriblemente largas y a cada momento tenía miedo de oír alguna exclamación o un grito, como cuando el gato de los Álvarez. Entonces me puse a contar hasta diez, igual que en las peleas, y eso venía a ser más o menos media cuadra. Al llegar a diez me daba vuelta disimuladamente, por ejemplo arreglándome el cuello de la camisa o metiendo la mano en el bolsillo del saco, cualquier cosa que diera la impresión de un tic nervioso o algo así.

Como a las ocho cuadras no sé por qué me pareció que la señora que iba del lado de la ventanilla se iba a bajar. Eso era lo peor, porque le iba a decir algo para que la dejara pasar, y cuando él no se diera cuenta o no quisiera darse cuenta, a lo mejor la señora se enojaba y quería pasar a la fuerza, pero yo sabía lo que iba a ocurrir en ese caso y estaba con los nervios de punta, de manera que empecé a mirar para atrás antes de llegar a cada esquina, y en una de esas me pareció que la señora estaba ya a punto de levantarse, y hubiera jurado que le decía algo porque miraba de su lado y yo creo que movía la boca. Justo en ese momento una vieja gorda se levantó de uno de los asientos cerca del mío y empezó a andar por el pasillo, y yo iba detrás queriendo empujarla, darle una patada en las piernas para que se apurara y me dejara llegar al asiento donde la señora había agarrado una canasta o algo en el suelo y ya se levantaba para salir. Al final creo que la empujé, la oí que protestaba, no sé cómo llegué al lado del asiento y conseguí sacarlo a tiempo para que la señora pudiera bajarse en la esquina. Entonces lo puse contra la ventanilla y me senté a su lado, tan feliz aunque cuatro o cinco idiotas me estuvieran mirando desde los asientos de adelante y desde la plataforma donde a lo mejor el chinazo les había dicho alguna cosa.

Ya andábamos por el Once, y afuera se veía un sol precioso y las calles estaban secas. A esa hora si yo hubiera viajado solo me habría largado del tranvía para seguir a pie hasta el centro, para mí no es nada ir a pie desde el Once a Plaza de Mayo, una vez que me tomé el tiempo le puse justo treinta y dos minutos, claro que corriendo de a ratos y sobre todo al final. Pero ahora en cambio tenía que ocuparme de la ventanilla, que un día alguien había contado que era capaz de abrir de golpe la ventanilla y tirarse afuera, nada más que por el gusto de hacerlo, como tantos otros gustos que nadie se explicaba. Una o dos veces me pareció que estaba a punto de levantar la ventanilla, y tuve que pasar el brazo por detrás y sujetarla por el marco. A lo mejor eran cosas mías, tampoco quiero asegurar que estuviera por levantar la ventanilla y tirarse. Por ejemplo, cuando lo del inspector me olvidé completamente del asunto y sin embargo no se tiró. El inspector era un tipo alto y flaco que apareció por la plataforma delantera y se puso a marcar los boletos con ese aire amable que tienen algunos inspectores. Cuando llegó a mi asiento le alcancé los dos boletos y él marcó uno, miró para abajo, después miró el otro boleto, lo fue a marcar y se quedó con el boleto metido en la ranura de la pinza, y todo el tiempo yo rogaba que lo marcara de una vez y me lo devolviera, me parecía que la gente del tranvía nos estaba mirando cada vez más. Al final lo marcó encogiéndose de hombros, me devolvió los dos boletos, y en la plataforma de atrás oí que alguien soltaba una carcajada, pero naturalmente no quise darme vuelta, volví a pasar el brazo y sujeté la ventanilla, haciendo como que no veía más al inspector y a todos los otros. En Sarmiento y Libertad se empezó a bajar la gente, y cuando llegamos a Florida ya no había casi nadie. Esperé hasta San Martín y lo hice salir por la plataforma delantera, porque no quería pasar al lado del chinazo que a lo mejor me decía alguna cosa.

A mí me gusta mucho la Plaza de Mayo, cuando me hablan del centro pienso en seguida en la Plaza de Mayo. Me gusta por las palomas, por la Casa de Gobierno y porque trae tantos recuerdos de historia, de las bombas que cayeron cuando hubo revolución, y los caudillos que habían dicho que iban a atar sus caballos en la Pirámide. Hay maniseros y tipos que venden cosas, en seguida se encuentra un banco vacío y si uno quiere puede seguir un poco más y al rato llega al puerto y ve los barcos y los guinches. Por eso pensé que lo mejor era llevarlo a la Plaza de Mayo, lejos de los autos y los colectivos, y sentarnos un rato ahí hasta que fuera hora de ir volviendo a casa. Pero cuando bajamos del tranvía y empezamos a andar por San Martín sentí como un mareo, de golpe me daba cuenta de que me había cansado terriblemente, casi una hora de viaje y todo el tiempo teniendo que mirar hacia atrás, hacerme el que no veía que nos estaban mirando, y después el guarda con los boletos, y la señora que se iba a bajar, y el inspector. Me hubiera gustado tanto poder entrar en una lechería y pedir un helado o un vaso de leche, pero estaba seguro de que no iba a poder, que me iba a arrepentir si lo hacía entrar en un local cualquiera donde la gente estaría sentada y tendría más tiempo para mirarnos. En la calle la gente se cruza y cada uno sigue viaje, sobre todo en San Martín que está lleno de bancos y oficinas y todo el mundo anda apurado con portafolios debajo del brazo. Así que seguimos hasta la esquina de Cangallo, y entonces cuando íbamos pasando delante de las vidrieras de Peuser que estaban llenas de tinteros y cosas preciosas, sentí que él no quería seguir, se hacía cada vez más pesado y por más que yo tiraba (tratando de no llamar la atención) casi no podía caminar y al final tuve que pararme delante de la última vidriera, haciéndome el que miraba los juegos de escritorio repujados en cuero. A lo mejor estaba un poco cansado, a lo mejor no era un capricho. Total, estar ahí parados no tenía nada de malo, pero igual no me gustaba porque la gente que pasaba tenía más tiempo para fijarse, y dos o tres veces me di cuenta de que alguien le hacía algún comentario a otro, o se pegaban con el codo para llamarse la atención. Al final no pude más y lo agarré otra vez, haciéndome el que caminaba con naturalidad, pero cada paso me costaba como en esos sueños en que uno tiene unos zapatos que pesan toneladas y apenas puede despegarse del suelo. A la larga conseguí que se le pasara el capricho de quedarse ahí parado, y seguimos por San Martín hasta la esquina de la Plaza de Mayo. Ahora la cosa era cruzar, porque a él no le gusta cruzar una calle. Es capaz de abrir la ventanilla del tranvía y tirarse, pero no le gusta cruzar la calle. Lo malo es que para llegar a la Plaza de Mayo hay que cruzar siempre alguna calle con mucho tráfico, en Cangallo y Bartolomé Mitre no había sido tan difícil, pero ahora yo estaba a punto de renunciar, me pesaba terriblemente en la mano, y dos veces que el tráfico se paró y los que estaban a nuestro lado en el cordón de la vereda empezaron a cruzar la calle, me di cuenta de que no íbamos a poder llegar al otro lado porque se plantaría justo en la mitad, y entonces preferí seguir esperando hasta que se decidiera. Y claro, el del puesto de revistas de la esquina ya estaba mirando cada vez más, y le decía algo a un pibe de mi edad que hacía muecas y le contestaba qué sé yo, y los autos seguían pasando y se paraban y volvían a pasar, y nosotros ahí plantados. En una de esas se iba a acercar el vigilante, eso era lo peor que nos podía suceder porque los vigilantes son muy buenos y por eso meten la pata, se ponen a hacer preguntas, averiguan si uno anda perdido, y de golpe a él le puede dar uno de sus caprichos y yo no sé en lo que termina la cosa. Cuanto más pensaba más me afligía, y al final tuve miedo de veras, casi como ganas de vomitar, lo juro, y en un momento en que paró el tráfico lo agarré bien y cerré los ojos y tiré para adelante doblándome casi en dos, y cuando estuvimos en la Plaza lo solté, seguí dando unos pasos solo, y después volví para atrás y hubiera querido que se muriera, que ya estuviera muerto, o que papá y mamá estuvieran muertos, y yo también al fin y al cabo, que todos estuvieran muertos y enterrados menos tía Encarnación.

Pero esas cosas se pasan en seguida, vimos que había un banco muy lindo completamente vacío, y yo lo sujeté sin tironearlo y fuimos a ponernos en ese banco y a mirar las palomas que por suerte no se dejan acabar como los gatos. Compré manises y caramelos, le fui dando de las dos cosas y estábamos bastante bien con ese sol que hay por la tarde en la Plaza de Mayo y la gente que va de un lado a otro. Yo no sé en qué momento me vino la idea de abandonarlo ahí; lo único que me acuerdo es que estaba pelándole un maní y pensando al mismo tiempo que si me hacía el que iba a tirarles algo a las palomas que andaban más lejos, sería facilísimo dar la vuelta a la pirámide y perderlo de vista. Me parece que en ese momento no pensaba en volver a casa ni en la cara de papá y mamá, porque si lo hubiera pensado no habría hecho esa pavada. Debe ser muy difícil abarcar todo al mismo tiempo como hacen los sabios y los historiadores, yo pensé solamente que lo podía abandonar ahí y andar solo por el centro con las manos en los bolsillos, y comprarme una revista o entrar a tomar un helado en alguna parte antes de volver a casa. Le seguí dando manises un rato pero ya estaba decidido, y en una de esas me hice el que me levantaba para estirar las piernas y vi que no le importaba si seguía a su lado o me iba a darles manises a las palomas. Les empecé a tirar lo que me quedaba, y las palomas me andaban por todos lados, hasta que se me acabó el maní y se cansaron. Desde la otra punta de la plaza apenas se veía el banco; fue cosa de un momento cruzar a la Casa Rosada donde siempre hay dos granaderos de guardia, y por el costado me largué hasta el Paseo Colón, esa calle donde mamá dice que no deben ir los niños solos. Ya por costumbre me daba vuelta a cada momento pero era imposible que me siguiera, lo más que quería estar haciendo sería revolcarse alrededor del banco hasta que se acercara alguna señora de la beneficencia o algún vigilante.

No me acuerdo muy bien de lo que pasó en ese rato en que yo andaba por el Paseo Colón que es una avenida como cualquier otra. En una de esas yo estaba sentado en una vidriera baja de una casa de importaciones y exportaciones, y entonces me empezó a doler el estómago, no como cuando uno tiene que ir en seguida al baño, era más arriba, en el estómago verdadero, como si se me retorciera poco a poco; y yo quería respirar y me costaba, entonces tenía que quedarme quieto y esperar que se pasara el calambre, y delante de mí se veía como una mancha verde y puntitos que bailaban, y la cara de papá, al final era solamente la cara de papá porque yo había cerrado los ojos, me parece, y en medio de la mancha verde estaba la cara de papá. Al rato pude respirar mejor, y unos muchachos me miraron un momento y uno le dijo al otro que yo estaba descompuesto, pero yo moví la cabeza y dije que no era nada, que siempre me daban calambres, pero se me pasaban en seguida. Uno dijo que si yo quería que fuera a buscar un vaso de agua, y el otro me aconsejó que me secara la frente porque estaba sudando. Yo me sonreí y dije que ya estaba bien, y me puse a caminar para que se fueran y me dejaran solo. Era cierto que estaba sudando porque me caía el agua por las cejas y una gota salada me entró en un ojo, y entonces saqué el pañuelo y me lo pasé por la cara y sentí un arañazo en el labio, y cuando miré era una hoja seca pegada en el pañuelo que me había arañado la boca.

No sé cuánto tardé en llegar otra vez a la Plaza de Mayo. A la mitad de la subida me caí, pero volví a levantarme antes que nadie se diera cuenta, y crucé a la carrera entre todos los autos que pasaban por delante de la Casa Rosada. Desde lejos vi que no se había movido del banco, pero seguí corriendo y corriendo hasta llegar al banco, y me tiré como muerto mientras las palomas salían volando asustadas y la gente se daba vuelta con ese aire que toman para mirar a los chicos que corren, como si fuera un pecado. Después de un rato lo limpié un poco y dije que teníamos que volver a casa. Lo dije para oírme yo mismo y sentirme todavía más contento, porque con él lo único que servía era agarrarlo bien y llevarlo, las palabras no las escuchaba o se hacía el que no las escuchaba. Por suerte esta vez no se encaprichó al cruzar las calles, y el tranvía estaba casi vacío al comienzo del recorrido, así que lo puse en el primer asiento y me senté al lado y no me di vuelta ni una sola vez en todo el viaje, ni siquiera al bajarnos: la última cuadra la hicimos muy despacio, él queriendo meterse en los charcos y yo luchando para que pasara por las baldosas secas. Pero no me importaba, no me importaba nada. Pensaba todo el tiempo: «Lo abandoné», lo miraba y pensaba: «Lo abandoné», y aunque no me había olvidado del Paseo Colón me sentía tan bien, casi orgulloso. A lo mejor otra vez… No era fácil, pero a lo mejor… Quién sabe con qué ojos me mirarían papá y mamá cuando me vieran llegar con él de la mano. Claro que estarían contentos de que yo lo hubiera llevado a pasear al centro, los padres siempre están contentos de esas cosas; pero no sé por qué en ese momento se me daba por pensar que también a veces papá y mamá sacaban el pañuelo para secarse, y que también en el pañuelo había una hoja seca que les lastimaba la cara.

Tradutores Literários, Precisam-se


Quase todos os editores têm na sala onde trabalham uma estante repleta para onde relanceiam às vezes um olhar inquieto. São as traduções «encalhadas» à espera de uma revisão que as torne publicáveis.
Resultaram de pedidos feitos a embaixadas para indicarem tradutores do sueco, japonês ou persa e que, apesar dos muitos anos no nosso país, produziram textos num português tão fluente como o dos manuais de aspiradores chineses.
Mas mesmo quando se teve a precaução de pedir a tradução a alguém que tem o português como língua materna, há catástrofes difíceis de corrigir, traduções do inglês, francês, castelhano ou alemão que passam ao lado, em que onde devia surgir «pálido» está «esbatido» e «furtivo» é confundido com «esquivo». E há também expressões idiomáticas tomadas à letra e alguém desastrado (fingers and thumbs) surge «inesperadamente» como tendo «dedos e polegares».
Encontrar um tradutor que tenha, para usar a expressão de Umberto Eco, uma «apaixonada cumplicidade» com o livro que traduz, é quase tão importante como descobrir um novo autor. E mais raro, já que os escritores vêm de qualquer parte do mundo e é difícil encontrar um bom tradutor que não tenha a língua materna como «língua de chegada» (embora não impossível, como o mostram as obras em inglês do russo Nabokov e do polaco Conrad).

Transportar água nas mãos
A tradução entre duas línguas naturais – falamos aqui apenas da literária – consiste em reproduzir um dado efeito emocional e intelectual, através de símbolos de uma outra língua. É, como diz Octavio Paz, «a arte da analogia, a arte das correspondências».
Como se pode constatar, usando um programa de tradução automática de português para alemão e desta língua de novo para a nossa, é um processo que nada tem de mecânico. Podemos fazer o teste com o início de Húmus ou um fragmento do Livro do Desassossego que o resultado é o mesmo, a incongruência. O dicionário e mesmo a enciclopédia são apenas pontos de partida, sendo decisivos a capacidade de contextualizar enunciados, o domínio da semântica e da sintaxe, a cultura geral e a inteligência no entendimento dos sentidos.
A tradução literária é, para usar uma metáfora que ouvi a Hélia Correia, como transportar água nas mãos em concha de um lugar para o outro. Por mais que se estreitem os dedos, perde-se sempre alguma coisa (as traduções que melhoram o original como as de Hölderlin, Rilke, Celan ou Borges são excepcionais).
O essencial é, pois, reduzir as perdas, manter o leitor na ilusão de que quem escreveu aquelas palavras, foi o próprio autor que provavelmente desconhece a língua. Na verdade, quem escreveu o D. Quixote que publicámos foi José Bento – e, no entanto, ao lê-lo, temos a sensação de estar debruçados sobre um texto escrito por Cervantes. O mesmo se poderia dizer de Em Busca do Tempo Perdido na tradução de Pedro Tamen, ou da Ilíada e Odisseia que Frederico Lourenço traduziu.
Para tornar possível esta convenção tacitamente aceite pelo leitor, essa «suspensão voluntária da incredulidade» de que falava Coleridge em relação à ficção, é necessário que os tradutores conheçam a estrutura interna da língua de partida, tenham um completo domínio do português e conheçam o estilo do autor de modo a poderem elaborar um duplo do texto original. Só assim é possível recriar a linguagem e o humor seiscentista de Cervantes, manter a sensação de nostalgia nas longas frases de Proust e ouvir, nos versos de Homero, o estrépito dos combates travados pela conquista de Tróia e o ardiloso regresso de Ulisses a Ítaca.
Ora em Portugal, apesar da crescente necessidade de tradutores criada pela integração europeia e a globalização, não se verifica ainda uma aprendizagem significativa de línguas como o mandarim, o hindu, o russo, o árabe, o japonês, o turco, o finlandês ou o sueco.
Mas até nas línguas ensinadas há problemas.

Tudo começa no ensino
Muitos candidatos a tradutores saídos das faculdades de letras ou dos mestrados do ISLA, dominam razoavelmente o inglês, castelhano, francês ou alemão. Conhecem também, em geral, as diferentes concepções sobre tradução, dos textos de S. Jerónimo ao Dizer Quase a Mesma Coisa de Umberto Eco, passando pelas teses sobre essa «fala pura» que subjaz às línguas de Walter Benjamin, a Paixão Crítica de Octavio Paz e o Depois de Babel de Steiner (há ainda contributos de Schleiermacher, Ortega, Nabokov, Hermann Broch e Javier Marías para aquilo que só forçando a nota se poderia designar por uma teoria da tradução). Muitas dessas ideias são importantes, sobretudo as daqueles que, mesmo sem experiência prática, são capazes de dar múltiplos exemplos como o poliglota Steiner ou que têm uma longa oficina de tradução como João Barrento e que é bem evidente em O Poço de Babel. E, por maioria de razão, é útil conhecer as concepções dos que não apenas traduziram, como Walter Benjamin, mas acompanharam, como Umberto Eco, o trajecto dos seus livros nas mais diversas línguas negociando as inevitáveis perdas e definindo limites interpretativos.
A verdade, porém, é que, apesar desse conhecimento das línguas de partida e do domínio das mais diversas experiências, são raros os bons tradutores de literatura mesmo do inglês, castelhano, italiano e francês.
É que no nosso ensino, os alunos não têm de ler vários livros por mês desde o básico, nem de escrever textos mais tarde discutidos, nem de estudar os clássicos portugueses. E só isso poderia assegurar um adequado domínio das possibilidades expressivas da língua.
Dentro de alguns anos haverá inúmeros portugueses a escrever e falar o anglo-americano. Se deles surgir uma dezena de bons tradutores de Jane Austen ou Cormac McCarthy seria excelente.
É também significativo que, apesar de ter havido milhares de portugueses que estudaram na URSS ou na Alemanha, tenhamos apenas três ou quatro tradutores de russo e meia dúzia de bons tradutores do alemão.

Uma actividade mal paga?
Claro que, chegado aqui, qualquer candidato a tradutor pensará: «Muito bem. É preciso dominar pelo menos duas línguas, ter conhecimentos de semântica, de sintaxe e de estilo e mesmo uma “apaixonada cumplicidade” com o autor. E tudo isto por uns míseros euros por página?»
O trabalho do tradutor literário é de facto mal pago em termos absolutos, mas não em relação aos outros participantes na actividade editorial.
Vejamos o exemplo de um livro traduzido com 340 páginas (nas de tradução, com 1800 bites, serão cerca de 400) e que na livraria custa 15€, tendo uma tiragem de 2000 exemplares e vendendo 1500, o que são valores habituais.
O tradutor recebe por página, de 8€ (casos do inglês, castelhano, italiano ou do francês) a 12€ (russo e alemão), pelo que consideraremos o valor intermédio de 9€. Por cada exemplar vendido, as principais livrarias recebem 38 por cento, o distribuidor 22 por cento, o autor 8 por cento, o tradutor 16 por cento e o editor 16 por cento. Se a tiragem se esgotar, a percentagem do tradutor desce para 12 por cento. Mas é preciso ter em conta que só o autor (no valor da «antecipação») e o tradutor recebem antes da edição e que este último é o único cujo pagamento não depende do número de exemplares vendidos (situação só alterada para certos clássicos no domínio público ou em casos de reedição). O editor e o distribuidor começam a receber pagamentos, em média, três meses após a edição.
Mesmo assim, é preciso que um bom tradutor goste de literatura para fazer dela o seu ganha pão. De outro modo é preferível financeiramente voltar-se para as instituições comunitárias ou nacionais e as revistas técnicas – embora, é claro, existam romances tão áridos como as estatísticas da produção leiteira na Polónia, brilhantes como os catálogos da Gulbenkian e intrincados como as performances de um automóvel.

Um trabalho criativoProblema diferente é o de reconhecimento do papel dos tradutores, cuja associação, a APT, tem um funcionamento intermitente. Embora sejam equiparados a autores na legislação e os seus nomes figurarem nas páginas de rosto e por vezes nas capas dos livros, vêem poucas vezes analisado o seu trabalho. Ainda é frequente, nas críticas e recensões, não ser sequer mencionado o nome do tradutor. E, no entanto, sem eles não poderíamos ter lido Shakespeare, Cervantes, Tolstói, Rilke, Musil ou Faulkner na nossa língua. Benjamin, Octavio Paz e Steiner consideraram mesmo a tradução algo de muito semelhante à criação literária (Steiner abençoa mesmo a Torre de Babel, por ter multiplicado as línguas e por isso os modos de sentir, embora considere que todo o movimento de significados, até a mais banal das conversas, implica um acto de tradução).
E é também sabido que as línguas inglesa, alemã e francesa foram moldadas pelas traduções da Bíblia feitas por Tyndale, Lutero e Calvino.
Como escreveu Javier Marías: «O tradutor, ao enfrentar a sua tarefa, sente o texto original como uma ausência. O que conta para ele e para o seu trabalho é a ausência desse texto na sua língua, na chamada língua de recepção, e por isso no sistema de pensamento dessa língua. O tradutor não reproduz, não copia, não decalca (…). Plasma sempre pela primeira vez uma experiência única, irrepetível e intransferível; cria na sua língua aquilo que na sua cabeça está noutra língua.»
Francisco Vale