Después del almuerzo yo hubiera querido quedarme en mi cuarto leyendo,
pero papá y mamá vinieron casi en seguida a decirme que esa tarde tenía que
llevarlo de paseo.
Lo primero que contesté fue que no, que lo llevara otro, que por favor
me dejaran estudiar en mi cuarto. Iba a decirles otras cosas, explicarles por
qué no me gustaba tener que salir con él, pero papá dio un paso adelante y se
puso a mirarme en esa forma que no puedo resistir, me clava los ojos y yo
siento que se me van entrando cada vez más hondo en la cara, hasta que estoy a
punto de gritar y tengo que darme vuelta y contestar que sí, que claro, en
seguida. Mamá en esos casos no dice nada y no me mira, pero se queda un poco
atrás con las dos manos juntas, y yo le veo el pelo gris que le cae sobre la
frente y tengo que darme vuelta y contestar que sí, que claro, en seguida.
Entonces se fueron sin decir nada más y yo empecé a vestirme, con el único
consuelo de que iba a estrenar unos zapatos amarillos que brillaban y
brillaban.
Cuando salí de mi cuarto eran las dos, y tía Encarnación dijo que
podía ir a buscarlo a la pieza del fondo, donde siempre le gusta meterse por la
tarde. Tía Encarnación debía darse cuenta de que yo estaba desesperado por
tener que salir con él, porque me pasó la mano por la cabeza y después se
agachó y me dio un beso en la frente. Sentí que me ponía algo en el bolsillo.
-Para que te compres alguna cosa -me dijo al oído-. Y no te olvides de
darle un poco, es preferible.
Yo la besé en la mejilla, más contento, y pasé delante de la puerta de
la sala donde estaban papá y mamá jugando a las damas. Creo que les dije hasta
luego, alguna cosa así, y después saqué el billete de cinco pesos para alisarlo
bien y guardarlo en mi cartera donde ya había otro billete de un peso y monedas.
Lo encontré en un rincón del cuarto, lo agarré lo mejor que pude y
salimos por el patio hasta la puerta que daba al jardín de adelante. Una o dos
veces sentí la tentación de soltarlo, volver adentro y decirles a papá y mamá
que él no quería venir conmigo, pero estaba seguro de que acabarían por traerlo
y obligarme a ir con él hasta la puerta de calle. Nunca me habían pedido que lo
llevara al centro, era injusto que me lo pidieran porque sabían muy bien que la
única vez que me habían obligado a pasearlo por la vereda había ocurrido esa
cosa horrible con el gato de los Álvarez. Me parecía estar viendo todavía la
cara del vigilante hablando con papá en la puerta, y después papá sirviendo dos
vasos de caña, y mamá llorando en su cuarto. Era injusto que me lo pidieran.
Por la mañana había llovido y las veredas de Buenos Aires están cada
vez más rotas, apenas se puede andar sin meter los pies en algún charco. Yo
hacía lo posible para cruzar por las partes más secas y no mojarme los zapatos
nuevos, pero en seguida vi que a él le gustaba meterse en el agua, y tuve que
tironear con todas mis fuerzas para obligarlo a ir de mi lado. A pesar de eso
consiguió acercarse a un sitio donde había una baldosa un poco más hundida que
las otras, y cuando me di cuenta ya estaba completamente empapado y tenía hojas
secas por todas partes. Tuve que pararme, limpiarlo, y todo el tiempo sentía
que los vecinos estaban mirando desde los jardines, sin decir nada pero
mirando. No quiero mentir, en realidad no me importaba tanto que nos miraran
(que lo miraran a él, y a mí que lo llevaba de paseo); lo peor era estar ahí
parado, con un pañuelo que se iba mojando y llenando de manchas de barro y
pedazos de hojas secas, teniendo que sujetarlo al mismo tiempo para que no
volviera a acercarse al charco. Además yo estoy acostumbrado a andar por las
calles con las manos en los bolsillos del pantalón, silbando o mascando chicle,
o leyendo las historietas mientras con la parte de abajo de los ojos voy
adivinando las baldosas de las veredas que conozco perfectamente desde mi casa
hasta el tranvía, de modo que sé cuándo paso delante de la casa de la Tita o
cuándo voy a llegar a la esquina de Carabobo. Y ahora no podía hacer nada de
eso y el pañuelo me empezaba a mojar el forro del bolsillo y sentía la humedad
en la pierna, era como para no creer en tanta mala suerte junta.
A esa hora el tranvía viene bastante vacío, y yo rogaba que pudiéramos
sentarnos en el mismo asiento, poniéndolo a él del lado de la ventanilla para
que molestara menos. No es que se mueva demasiado, pero a la gente le molesta
lo mismo y yo comprendo. Por eso me afligí al subir, porque el tranvía estaba
casi lleno y no había ningún asiento doble desocupado. El viaje era demasiado
largo para quedarnos en la plataforma, el guarda me hubiera mandado que me
sentara y lo pusiera en alguna parte; así que lo hice entrar en seguida y lo
llevé hasta un asiento del medio donde una señora ocupaba el lado de la
ventanilla. Lo mejor hubiera sido sentarse detrás de él para vigilarlo, pero el
tranvía estaba lleno y tuve que seguir adelante y sentarme bastante más lejos.
Los pasajeros no se fijaban mucho, a esa hora la gente va haciendo la digestión
y está medio dormida con los barquinazos del tranvía. Lo malo fue que el guarda
se paró al lado del asiento donde yo lo había instalado, golpeando con una
moneda en el fierro de la máquina de los boletos, y yo tuve que darme vuelta y
hacerle señas de que viniera a cobrarme a mí, mostrándole la plata para que
comprendiera que tenía que darme dos boletos, pero el guarda era uno de esos
chinazos que están viendo las cosas y no quieren entender, dale con la moneda
golpeando contra la máquina. Me tuve que levantar (y ahora dos o tres pasajeros
me miraban) y acercarme al otro asiento. «Dos boletos», le dije. Cortó uno, me
miró un momento, y después me alcanzó el boleto y miró para abajo, medio de
reojo. «Dos, por favor», repetí, seguro de que todo el tranvía ya estaba
enterado. El chinazo cortó el otro boleto y me lo dio, iba a decirme algo pero
yo le alcancé la plata y me volví en dos trancos a mi asiento, sin mirar para
atrás. Lo peor era que a cada momento tenía que darme vuelta para ver si seguía
quieto en el asiento de atrás, y con eso iba llamando la atención de algunos
pasajeros. Primero decidí que sólo me daría vuelta al pasar cada esquina, pero
las cuadras me parecían terriblemente largas y a cada momento tenía miedo de
oír alguna exclamación o un grito, como cuando el gato de los Álvarez. Entonces
me puse a contar hasta diez, igual que en las peleas, y eso venía a ser más o
menos media cuadra. Al llegar a diez me daba vuelta disimuladamente, por
ejemplo arreglándome el cuello de la camisa o metiendo la mano en el bolsillo
del saco, cualquier cosa que diera la impresión de un tic nervioso o algo así.
Como a las ocho cuadras no sé por qué me pareció que la señora que iba
del lado de la ventanilla se iba a bajar. Eso era lo peor, porque le iba a
decir algo para que la dejara pasar, y cuando él no se diera cuenta o no
quisiera darse cuenta, a lo mejor la señora se enojaba y quería pasar a la
fuerza, pero yo sabía lo que iba a ocurrir en ese caso y estaba con los nervios
de punta, de manera que empecé a mirar para atrás antes de llegar a cada
esquina, y en una de esas me pareció que la señora estaba ya a punto de levantarse,
y hubiera jurado que le decía algo porque miraba de su lado y yo creo que movía
la boca. Justo en ese momento una vieja gorda se levantó de uno de los asientos
cerca del mío y empezó a andar por el pasillo, y yo iba detrás queriendo
empujarla, darle una patada en las piernas para que se apurara y me dejara
llegar al asiento donde la señora había agarrado una canasta o algo en el suelo
y ya se levantaba para salir. Al final creo que la empujé, la oí que
protestaba, no sé cómo llegué al lado del asiento y conseguí sacarlo a tiempo
para que la señora pudiera bajarse en la esquina. Entonces lo puse contra la
ventanilla y me senté a su lado, tan feliz aunque cuatro o cinco idiotas me
estuvieran mirando desde los asientos de adelante y desde la plataforma donde a
lo mejor el chinazo les había dicho alguna cosa.
Ya andábamos por el Once, y afuera se veía un sol precioso y las
calles estaban secas. A esa hora si yo hubiera viajado solo me habría largado
del tranvía para seguir a pie hasta el centro, para mí no es nada ir a pie
desde el Once a Plaza de Mayo, una vez que me tomé el tiempo le puse justo
treinta y dos minutos, claro que corriendo de a ratos y sobre todo al final.
Pero ahora en cambio tenía que ocuparme de la ventanilla, que un día alguien había
contado que era capaz de abrir de golpe la ventanilla y tirarse afuera, nada
más que por el gusto de hacerlo, como tantos otros gustos que nadie se
explicaba. Una o dos veces me pareció que estaba a punto de levantar la
ventanilla, y tuve que pasar el brazo por detrás y sujetarla por el marco. A lo
mejor eran cosas mías, tampoco quiero asegurar que estuviera por levantar la
ventanilla y tirarse. Por ejemplo, cuando lo del inspector me olvidé
completamente del asunto y sin embargo no se tiró. El inspector era un tipo
alto y flaco que apareció por la plataforma delantera y se puso a marcar los
boletos con ese aire amable que tienen algunos inspectores. Cuando llegó a mi
asiento le alcancé los dos boletos y él marcó uno, miró para abajo, después
miró el otro boleto, lo fue a marcar y se quedó con el boleto metido en la
ranura de la pinza, y todo el tiempo yo rogaba que lo marcara de una vez y me
lo devolviera, me parecía que la gente del tranvía nos estaba mirando cada vez
más. Al final lo marcó encogiéndose de hombros, me devolvió los dos boletos, y
en la plataforma de atrás oí que alguien soltaba una carcajada, pero
naturalmente no quise darme vuelta, volví a pasar el brazo y sujeté la
ventanilla, haciendo como que no veía más al inspector y a todos los otros. En
Sarmiento y Libertad se empezó a bajar la gente, y cuando llegamos a Florida ya
no había casi nadie. Esperé hasta San Martín y lo hice salir por la plataforma
delantera, porque no quería pasar al lado del chinazo que a lo mejor me decía
alguna cosa.
A mí me gusta mucho la Plaza de Mayo, cuando me hablan del centro
pienso en seguida en la Plaza de Mayo. Me gusta por las palomas, por la Casa de
Gobierno y porque trae tantos recuerdos de historia, de las bombas que cayeron
cuando hubo revolución, y los caudillos que habían dicho que iban a atar sus
caballos en la Pirámide. Hay maniseros y tipos que venden cosas, en seguida se
encuentra un banco vacío y si uno quiere puede seguir un poco más y al rato
llega al puerto y ve los barcos y los guinches. Por eso pensé que lo mejor era
llevarlo a la Plaza de Mayo, lejos de los autos y los colectivos, y sentarnos
un rato ahí hasta que fuera hora de ir volviendo a casa. Pero cuando bajamos
del tranvía y empezamos a andar por San Martín sentí como un mareo, de golpe me
daba cuenta de que me había cansado terriblemente, casi una hora de viaje y
todo el tiempo teniendo que mirar hacia atrás, hacerme el que no veía que nos
estaban mirando, y después el guarda con los boletos, y la señora que se iba a
bajar, y el inspector. Me hubiera gustado tanto poder entrar en una lechería y
pedir un helado o un vaso de leche, pero estaba seguro de que no iba a poder,
que me iba a arrepentir si lo hacía entrar en un local cualquiera donde la
gente estaría sentada y tendría más tiempo para mirarnos. En la calle la gente
se cruza y cada uno sigue viaje, sobre todo en San Martín que está lleno de
bancos y oficinas y todo el mundo anda apurado con portafolios debajo del
brazo. Así que seguimos hasta la esquina de Cangallo, y entonces cuando íbamos
pasando delante de las vidrieras de Peuser que estaban llenas de tinteros y
cosas preciosas, sentí que él no quería seguir, se hacía cada vez más pesado y
por más que yo tiraba (tratando de no llamar la atención) casi no podía caminar
y al final tuve que pararme delante de la última vidriera, haciéndome el que
miraba los juegos de escritorio repujados en cuero. A lo mejor estaba un poco
cansado, a lo mejor no era un capricho. Total, estar ahí parados no tenía nada
de malo, pero igual no me gustaba porque la gente que pasaba tenía más tiempo
para fijarse, y dos o tres veces me di cuenta de que alguien le hacía algún
comentario a otro, o se pegaban con el codo para llamarse la atención. Al final
no pude más y lo agarré otra vez, haciéndome el que caminaba con naturalidad,
pero cada paso me costaba como en esos sueños en que uno tiene unos zapatos que
pesan toneladas y apenas puede despegarse del suelo. A la larga conseguí que se
le pasara el capricho de quedarse ahí parado, y seguimos por San Martín hasta
la esquina de la Plaza de Mayo. Ahora la cosa era cruzar, porque a él no le
gusta cruzar una calle. Es capaz de abrir la ventanilla del tranvía y tirarse,
pero no le gusta cruzar la calle. Lo malo es que para llegar a la Plaza de Mayo
hay que cruzar siempre alguna calle con mucho tráfico, en Cangallo y Bartolomé
Mitre no había sido tan difícil, pero ahora yo estaba a punto de renunciar, me
pesaba terriblemente en la mano, y dos veces que el tráfico se paró y los que
estaban a nuestro lado en el cordón de la vereda empezaron a cruzar la calle,
me di cuenta de que no íbamos a poder llegar al otro lado porque se plantaría
justo en la mitad, y entonces preferí seguir esperando hasta que se decidiera.
Y claro, el del puesto de revistas de la esquina ya estaba mirando cada vez
más, y le decía algo a un pibe de mi edad que hacía muecas y le contestaba qué
sé yo, y los autos seguían pasando y se paraban y volvían a pasar, y nosotros
ahí plantados. En una de esas se iba a acercar el vigilante, eso era lo peor que
nos podía suceder porque los vigilantes son muy buenos y por eso meten la pata,
se ponen a hacer preguntas, averiguan si uno anda perdido, y de golpe a él le
puede dar uno de sus caprichos y yo no sé en lo que termina la cosa. Cuanto más
pensaba más me afligía, y al final tuve miedo de veras, casi como ganas de
vomitar, lo juro, y en un momento en que paró el tráfico lo agarré bien y cerré
los ojos y tiré para adelante doblándome casi en dos, y cuando estuvimos en la
Plaza lo solté, seguí dando unos pasos solo, y después volví para atrás y
hubiera querido que se muriera, que ya estuviera muerto, o que papá y mamá
estuvieran muertos, y yo también al fin y al cabo, que todos estuvieran muertos
y enterrados menos tía Encarnación.
Pero esas cosas se pasan en seguida, vimos que había un banco muy
lindo completamente vacío, y yo lo sujeté sin tironearlo y fuimos a ponernos en
ese banco y a mirar las palomas que por suerte no se dejan acabar como los
gatos. Compré manises y caramelos, le fui dando de las dos cosas y estábamos
bastante bien con ese sol que hay por la tarde en la Plaza de Mayo y la gente
que va de un lado a otro. Yo no sé en qué momento me vino la idea de
abandonarlo ahí; lo único que me acuerdo es que estaba pelándole un maní y
pensando al mismo tiempo que si me hacía el que iba a tirarles algo a las
palomas que andaban más lejos, sería facilísimo dar la vuelta a la pirámide y
perderlo de vista. Me parece que en ese momento no pensaba en volver a casa ni
en la cara de papá y mamá, porque si lo hubiera pensado no habría hecho esa
pavada. Debe ser muy difícil abarcar todo al mismo tiempo como hacen los sabios
y los historiadores, yo pensé solamente que lo podía abandonar ahí y andar solo
por el centro con las manos en los bolsillos, y comprarme una revista o entrar
a tomar un helado en alguna parte antes de volver a casa. Le seguí dando
manises un rato pero ya estaba decidido, y en una de esas me hice el que me
levantaba para estirar las piernas y vi que no le importaba si seguía a su lado
o me iba a darles manises a las palomas. Les empecé a tirar lo que me quedaba,
y las palomas me andaban por todos lados, hasta que se me acabó el maní y se
cansaron. Desde la otra punta de la plaza apenas se veía el banco; fue cosa de
un momento cruzar a la Casa Rosada donde siempre hay dos granaderos de guardia,
y por el costado me largué hasta el Paseo Colón, esa calle donde mamá dice que
no deben ir los niños solos. Ya por costumbre me daba vuelta a cada momento
pero era imposible que me siguiera, lo más que quería estar haciendo sería
revolcarse alrededor del banco hasta que se acercara alguna señora de la
beneficencia o algún vigilante.
No me acuerdo muy bien de lo que pasó en ese rato en que yo andaba por
el Paseo Colón que es una avenida como cualquier otra. En una de esas yo estaba
sentado en una vidriera baja de una casa de importaciones y exportaciones, y
entonces me empezó a doler el estómago, no como cuando uno tiene que ir en
seguida al baño, era más arriba, en el estómago verdadero, como si se me
retorciera poco a poco; y yo quería respirar y me costaba, entonces tenía que
quedarme quieto y esperar que se pasara el calambre, y delante de mí se veía
como una mancha verde y puntitos que bailaban, y la cara de papá, al final era
solamente la cara de papá porque yo había cerrado los ojos, me parece, y en
medio de la mancha verde estaba la cara de papá. Al rato pude respirar mejor, y
unos muchachos me miraron un momento y uno le dijo al otro que yo estaba
descompuesto, pero yo moví la cabeza y dije que no era nada, que siempre me
daban calambres, pero se me pasaban en seguida. Uno dijo que si yo quería que
fuera a buscar un vaso de agua, y el otro me aconsejó que me secara la frente
porque estaba sudando. Yo me sonreí y dije que ya estaba bien, y me puse a
caminar para que se fueran y me dejaran solo. Era cierto que estaba sudando
porque me caía el agua por las cejas y una gota salada me entró en un ojo, y
entonces saqué el pañuelo y me lo pasé por la cara y sentí un arañazo en el
labio, y cuando miré era una hoja seca pegada en el pañuelo que me había
arañado la boca.
No sé cuánto tardé en llegar otra vez a la Plaza de Mayo. A la mitad
de la subida me caí, pero volví a levantarme antes que nadie se diera cuenta, y
crucé a la carrera entre todos los autos que pasaban por delante de la Casa
Rosada. Desde lejos vi que no se había movido del banco, pero seguí corriendo y
corriendo hasta llegar al banco, y me tiré como muerto mientras las palomas
salían volando asustadas y la gente se daba vuelta con ese aire que toman para
mirar a los chicos que corren, como si fuera un pecado. Después de un rato lo
limpié un poco y dije que teníamos que volver a casa. Lo dije para oírme yo
mismo y sentirme todavía más contento, porque con él lo único que servía era
agarrarlo bien y llevarlo, las palabras no las escuchaba o se hacía el que no
las escuchaba. Por suerte esta vez no se encaprichó al cruzar las calles, y el
tranvía estaba casi vacío al comienzo del recorrido, así que lo puse en el
primer asiento y me senté al lado y no me di vuelta ni una sola vez en todo el
viaje, ni siquiera al bajarnos: la última cuadra la hicimos muy despacio, él
queriendo meterse en los charcos y yo luchando para que pasara por las baldosas
secas. Pero no me importaba, no me importaba nada. Pensaba todo el tiempo: «Lo
abandoné», lo miraba y pensaba: «Lo abandoné», y aunque no me había olvidado
del Paseo Colón me sentía tan bien, casi orgulloso. A lo mejor otra vez… No era
fácil, pero a lo mejor… Quién sabe con qué ojos me mirarían papá y mamá cuando
me vieran llegar con él de la mano. Claro que estarían contentos de que yo lo
hubiera llevado a pasear al centro, los padres siempre están contentos de esas
cosas; pero no sé por qué en ese momento se me daba por pensar que también a veces papá y mamá sacaban el pañuelo para
secarse, y que también en el pañuelo había una hoja seca que les lastimaba la
cara.
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